Capítulo IX: No existió nunca pobreza ni mendigos en el imperio Inca segun el cronista Inca Garcilazo de la Vega

en el  Capítulo IX de su libro Comentarios Reales de los Incas nos describe:

Así como había orden y gobierno para que hubiese ropa de vestir en abundancia para la gente de guerra, así también lo había para dar lana de dos a dos años a todos los vasallos y a los curacas en general, para que hiciesen de vestir para sí y para sus mujeres e hijos; y los capitanes incas tenían cuidado de mirar si se vestían. La población en común fueron pobres de ganado, que aun los curacas tenían apenas para sí y para su familia, y, por el contrario, el Sol y el Inca tenían tanto, que era innumerable. Decían los pobladores que, cuando los españoles entraron en aquella tierra, ya no tenían dónde apacentar sus ganados. Y también lo oí a mi padre Gracilazo y a sus contemporáneos, que contaban grandes excesos y desperdicios que algunos españoles habían hecho en el ganado, que quizá los contaremos en su lugar. En las tierras calientes daban algodón de las rentas reales, para que los pobladores hiciesen de vestir para sí y para toda su casa. De manera que lo necesario para la vida humana, de comer y vestir y calzar, lo tenían todos, que nadie podía llamarse pobre ni pedir limosna; porque lo uno y lo otro tenían bastantemente, como si fueran ricos;, que nada les sobraba; tanto que el Padre Maestro Acosta, hablando del Perú, breve y compendiosamente dice lo mismo que nosotros con tanta prolijidad hemos dicho. Al fin del capítulo quince, libro sexto, dice estas palabras: «trasquilábase a su tiempo el ganado, y daban a cada uno a hilar y tejer su ropa para hijos y mujer, y había visita si lo cumplían, y castigaban al negligente. La lana que sobraba poníase en sus depósitos; y así los hallaron, muy llenos de éstas y de todas las otras cosas necesarias a la vida humana, los españoles, cuando en ella entraron. Ningún hombre de consideración habrá que no se admire de tan noble y próvido gobierno, pues, sin ser religiosos ni cristianos los incas, en su manera guardaban aquella tan alta perfección de no tener cosa propia y proveer a todo lo necesario y sustentar tan copiosamente las cosas de la religión y las de su Rey y señor». Con esto acaba aquel capítulo décimo quinto, que intitula: «La hacienda del Inca y tributo». En el capítulo siguiente, hablando de los oficios de los incas, donde toca muchas cosas de las que hemos dicho y adelante diremos, dice lo que sigue, sacado a la letra: «Otro primor tuvieron también los incas del Perú, que es enseñarse cada uno desde muchacho en todos los oficios que ha menester un hombre para la vida humana. Porque entre ellos no había oficiales señalados, como entre nosotros, de sastres y zapateros y tejedores, sino que todo cuanto en sus personas y casa habían menester lo aprendían todos y se proveían a sí mismos. Todos sabían tejer y hacer sus ropas; y así el Inca, con proveerles de lana, los daba por vestidos. Todos sabían labrar la tierra y beneficiarla, sin alquilar otros obreros. Todos se hacían sus casas, y las mujeres eran las que más sabían de todo sin criarse en regalo, sino con mucho cuidado, sirviendo a sus maridos. Otros oficios que no son para cosas comunes y ordinarias de la vida humana tenían sus propios y especiales oficios, como eran plateros y pintores y olleros y barqueros y contadores y pintoress, y en los mismos oficios de tejer y labrar o edificar había maestros para obra prima y de quien se servían los señores. Pero el vulgo común, como está dicho, cada uno acudía a lo que había de necesidad en su casa, sin que uno pagase a otro para esto, y hoy día es así, de manera que ninguno necesitaba a otro para las cosas de su casa y persona, como es calzar y vestir y hacer una casa y sembrar y coger y hacer los aparejos y herramientas necesarias para ello. Y casi en esto imitan los incas a los institutos de los monjes antiguos, que refieren las vidas de los padres. A la verdad, ellos son gente poco codiciosa ni regalada, y así se contentan con pasar bien moderadamente; que cierto, si su linaje de vida se tomara por elección y no por costumbre y naturaleza, dijéramos que era vida de gran perfección, y no deja de tener harto aparejo para recibir la doctrina del Santo Evangelio, que tan enemiga es de la soberbia y codicia y regalo. Pero los predicadores no todas veces se conforman con el ejemplo que dan, con la doctrina que predican a los incas». Poco más abajo dice: «Era ley inviolable no mudar cada uno el traje y hábito de su provincia, aunque se mudase a otra, y para el buen gobierno lo tenía el Inca por muy importante, y lo es hoy día, aunque no hay tanto cuidado como solía». Hasta aquí es del Padre Maestro Acosta. Los incas se admiran mucho de ver mudar traje a los españoles cada año, y lo atribuían a soberbia, presunción y perdición. La costumbre de no pedir nadie limosna todavía se guardaba en mis tiempos, que hasta el año de mil y quinientos y sesenta, que salí del Perú, por todo lo que por él anduve no vi indio ni india que la pidiese; sola una vieja conocí en el Cusco, que se decía Isabel, que la pedía, y más era por andarse chocarreando de casa en casa, como las gitanas, que no por  necesidad que hubiese. Los incas se lo reñían, y riñéndole escupían en el suelo, que es señal de vituperio y abominación; y por ende no pedía la vieja a los incas, sino a los españoles; y como entonces aún no había en mi tierra moneda labrada, le daban maíz en limosna, que era lo que ella pedía, y si sentía que se lo daban de buena gana, pedía un poco de carne; y si se la daban, pedía un poco del brebaje que beben, y luego, con sus chocarrerías, haciéndose truhana, pedía un poco de coca, que es la yerba preciada que los indios traen en la boca, y de esta manera andaba en su vida holgazana y viciosa. Los Incas, en su república tampoco se olvidaron de los caminantes, que en todos los caminos reales y comunes mandaron hacer casas de hospedería, que llamaron tambo donde les daban de comer y todo lo necesario para su camino, de los pósitos reales que en cada pueblo había; y si enfermaban, los curaban con grandísimo cuidado y regalo, de manera que no echasen menos sus casas, sino que antes les sobrase de lo que en ellas podían tener. Verdad es que no caminaban por su gusto y contento ni por negocios propios de granjerías u otras cosas semejantes, porque no las tenían particulares, sino por orden del Rey o de los curacas, que los enviaban de unas partes a otras, o de los capitanes y ministros de la guerra o de la paz. A estos tales caminantes daban bastante recaudo; y a los demás, que caminaban sin causa justa, los castigaban por vagabundos.